De todos los elementos de la comunicación humana, el silencio, sin duda, es el más ambiguo.
Como decía Bruneau, «el silencio es la lengua de todas las fuertes pasiones: amor, ira, tristeza asco, sorpresa y miedo»
¡Y no le falta razón!.
Silencio de ira o asco es aquello que te encuentras cuando llegas a un lugar dónde no eres bien recibido. No hay palabras. Tan sólo un silencio cortante, acompañado de una kinesia cobarde, que te invita a marcharte sin atreverse a darte una sola razón.
Silencio de tristeza es soledad, es reflexión, es echar de menos, es culpa, es remordimiento, es ese «¿y si?» que no se nos va de la cabeza, es tomar consciencia de dónde venimos y hacia dónde no queremos volver jamás .
Silencio de miedo es pánico, es parálisis, es temor y supervivencia, es un aviso, una advertencia, un segundo pase a la reflexión antes de abrir tu próxima puerta.
Silencio de amor es admiración, es pleitesía, es timidez, vergüenza, duda, temblor… Es esa incapacidad de emitir las palabras adecuadas, o la capacidad de omitirlas sólo para escuchar al mayor protagonista de tu corazón.
Pero hay otro silencio del que se olvida Bruneau… El silencio terapéutico.
El silencio terapéutico no es emoción, no es palabra, no lleva un mensaje subliminal.
El silencio terapéutico es callado pero acompaña, más que una multitud de palabras, abre por ti la puerta y te invita a pasar, a contar lo que duele, lo que hiere, lo que se ha enquistado en lo más profundo de tu ser porque no se ha dicho o porque no te lo dejaron expresar.
El silencio terapéutico es justamente eso… un terapeuta más
Paula Rodríguez.
Psicóloga General Sanitaria